¿Por qué la elite responsable de las políticas públicas nos impone una pena de muerte encubierta? En el flujo informativo irrumpió el asesinato de Roberto Sabo, el quiosquero de Ramos Mejía, se reiteró una constante: la participación de menores en delitos violentos. Sin embargo, en la última oportunidad en que se debatió el régimen penal juvenil en el Congreso, no se hablaba de sanciones sino de medidas socioeducativas, acuerdos restaurativos, suspensión del juicio a prueba, mediación y conciliación. ¿Acaso ese registro discursivo no logra sino cubrir con un manto angelical a jóvenes que, lisa y llanamente, matan?
Por cierto, el adolescente es un ser en formación, las más de las veces gestado en una subcultura que opera con códigos ya no solo de su edad, sino de un entorno criminógeno que lo expuso desde la infancia a la violencia doméstica y a la ausencia de límites.
Maurice Berger, psiquiatra infantil, psicoanalista y docente en la Escuela Nacional de la Magistratura francesa, publicó recientemente Sobre la violencia gratuita en Francia: Adolescentes, hiperviolentos: testimonios y análisis, un título que podría ser trasplantado a nuestro medio. Berger señala que, dado que se debe fijar un umbral, la presunción del no discernimiento debería ser estipulado a los menores de 11 años. Y puesto que no deja de ser una convención arbitraria, se interroga: ¿Qué significa “discernimiento” en este contexto: a la falta de madurez ligada a la edad (en cuyo caso antes de los 13 años un adolescente sería un niño pequeño que no sabe lo que hace) o a la intencionalidad? En Escocia y Grecia, ese umbral es a los 8, Inglaterra a los 10, Suiza a los 10, Portugal y Holanda a los 12. En cuanto a nuestros países hermanos, Brasil a los 12, Uruguay a los 13 y Chile a los 14. Y su amplia experiencia lo conduce a afirmar que la edad de 11 años estaría en más acorde a la realidad.
Pese a que la ley francesa ordena sancionar a las familias por no ejercer sus responsabilidades parentales, “todo sucede como si los padres fueran intocables”, grafica el autor, “sin importar su laxitud educativa o la negligencia, violencia, exposición a la violencia doméstica a la que someten a su hijo”. Es más: en muchos casos, el joven que delinque tiene o tuvo un padre o un hermano en la cárcel.
Si nos volvemos hacia nuestra legislación -subordinada, cuando conviene, a los tratados internacionales a los que la Argentina adhirió-, según la Convención de los Derechos del Niño se debería aplicar tanto el art. 18.1 que vela por el superior interés del niño como el artículo 9.1 que establece que el niño no debe ser separado de sus padres, excepto cuando dicha separación es necesaria en el interés superior del niño. Mientras que en todo tratamiento de adicciones, el joven en vías de recuperación no vuelve a su medio que alentará su recaída, no se entiende por qué la práctica judicial -con la excusa de la revinculación sociofamiliar- devuelve a quien mata a su entorno. Por añadidura, el art. 7 de la Declaración de los Derechos del Niño y el 26.3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos señalan la responsabilidad de los padres en la educación de sus hijos. Esas normas parecen ser desconocidas por legisladores, jueces y funcionarios de la minoridad ante la descomposición del núcleo familiar, a menudo con abuelos, padres jóvenes e hijos presos, cuyo “trabajo” es el delito.
Por lo pronto, ese buenismo que no atiende a las consecuencias refleja un desconocimiento del funcionamiento psicológico de esos jóvenes. De allí que sostiene que una ley eficaz, no meramente arbitraria, debe basarse en los conocimientos del funcionamiento psíquico de los menores violentos y responder a una serie de principios directrices:
En primer lugar, quienes piensan que la educación es opuesta a la represión, les es difícil, si no imposible, entender que lo más importante no es evitar la cárcel, sino la ayuda educativa y terapéutica que allí se ofrece. Pero esta formación debe ser precedida por una estadía inicial en un centro penitenciario para jóvenes, medida que acaba de inmediato con la vivencia de impunidad.
Según las estadísticas, el 11 % de los delitos ejecutados por menores son graves, entre ellos, homicidios
Otro de los principios regula que los menores violentos, quienes no alcanzan a anticipar las consecuencias de sus acciones, puedan hacerlo. Y solo las respuestas concretas y materializadas en el dictado de una sentencia son indicadores de la gravedad del hecho cometido. Berger menciona delitos tales como agresiones a mayores, robos con armas… distante de la realidad local donde, según las estadísticas mencionadas, el 11 % de los delitos ejecutados por menores son graves, entre ellos, homicidios.
Berger advierte que el funcionamiento de la justicia francesa -y, como es notorio, también la argentina-, se desplazó hacia el derecho penal de autor en el ámbito penal juvenil, en cuyo marco el delito es interpretado como un síntoma cuyas causas deben buscarse mediante un informe socioambiental, el cual toma en cuenta el entorno y también la personalidad del joven (pese a que, cuando conviene, se vitorea el derecho penal de acto). Ahora bien: si los legisladores y el juez no castigan el (presunto) primer delito, ¿qué diferencia tiene para una víctima saber que el menor que la agredió y la puso en coma fue un delincuente supuestamente primario o jóvenes que entran y salen de las comisarías y de los institutos de menores que no tienen condenas y, en calidad de inocentes, son reiterantes?
Por cierto, la ley debe establecer que atacar la integridad física de otra persona es el acto más grave posible. El autor señala una secuencia constatable: el delito suele destruir, cuando no la vida misma, por lo menos “la vida profesional y emocional de las víctimas, lo que da la sensación de que la justicia funciona como un espejo del agresor, al negar lo que ha sufrido el cuerpo de la persona agredida, o bien que existe una especie de ´pacto´ entre el legislador y el agresor para tolerar un nivel significativo de golpes”. Con mayor razón cuando la noción de proporcionalidad de la sentencia, concluye Berger, debe tener mucho más en cuenta la intensidad de la violencia perpetrada en lugar de dar prioridad a la posibilidad de la reinserción que no respeta la proporcionalidad.
Ante la ausencia de empatía por parte de esos jóvenes, la ley debe proporcionar al menor un reflejo concreto de la gravedad de sus actos. Pues al no poder distinguir entre lo bueno y lo malo, el único espejo que les permite darse cuenta de la diferencia entre lo permitido y lo prohibido es el costo de una sanción materializada. Lejos de esa toma de posición, el indulto de facto dictado cuando se los envía nuevamente a su hogar es un sinónimo de “borrón y cuenta nueva”. Es posible alegar que es inútil pretender regular la conducta de esos menores según las normas que rigen en otros segmentos socioculturales. En la subcultura tumbera en la que se crían, la Policía es el símbolo de la autoridad, el enemigo al que deben enfrentar: matar a un Policía es su objetivo, pues les da “chapa” ante sus pares y, de ingresar a un instituto de menores o en prisión, lo hacen con un cartel jerárquico frente a los otros reclusos (el tatuaje de una serpiente enroscada a una espada simboliza que el reo promete no morir sin antes matar a un policía). Por cierto, este odio a la autoridad engloba a la maestra, al médico de la salita de primeros auxilios o funcionarios municipales.
Pese a esta realidad innegable, desde organizaciones como Unicef hasta jueces y funcionarios continúan defendiendo un constructo imaginario de los “chicos en conflicto con la ley penal”, soslayando eufemísticamente que, sin importar la edad, familias enteras duelan a sus muertos por la irresponsabilidad de esas mismas organizaciones y funcionarios detenidos en el tiempo, los mismos que, desde un pensamiento conservador del statu quo, cometen la falacia de creer que las cosas son como deberían ser y no como son.
Por Diana Cohen Agrest Presidente de la Asociación Civil Usina de Justicia