Si hay una frase en que tanto los tibios como gente de buena fe suelen pronunciar es que la delincuencia se arregla “con educación y más educación”.
Lo cierto es que la educación es un instrumento privilegiado a largo plazo, pero si le secuestran a su hijo, atento lector, no va a reclamar que el secuestrador curse la educación primaria, secundaria, universitaria y por qué no un posgrado.
Usted va a exigir que lo castiguen, que reciba una pena que compense el dolor sufrido. Pues el principio retributivo es parte del bagaje libidinal del ser humano, es parte de la condición humana. Y de la organización social: cuando no pagamos la luz, la cortan o bien al mes siguiente recibimos una multa, debemos pagar un costo económico. Si le secuestran a un hijo, ese costo debe ser existencial. Solo así pudieron las culturas, desde tiempos inmemoriales, convivir.
Sin embargo, cuando la inseguridad es una política de Estado, cuando el Poder Ejecutivo promulga y el Legislativo sanciona leyes que atacan al núcleo de la ciudadanía a la que dicen representar, toda norma pierde sentido.
En situaciones semejantes, se ha recurrido a la desobediencia civil, definida por John Rawls como un “acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno”. Los reclamos ciudadanos son legitimados por los fallos injustos que coronan la inversión entre la víctima y el victimario.
Ante la ausencia de razones justificatorias de semejante inequidad entre el derecho a la vida de la víctima y el presunto derecho a gozar de libertad de los victimarios, la Injusta Justicia se ampara en los tratados internacionales.
Y así como en la Edad Media se ponía fin a una discusión con la invocación de las Sagradas Escrituras, o con el célebre “Aristóteles dixit”, hoy los operadores jurídicos se refugian en la operatividad automática de normativas indiferentes a una Justicia Justa -llámense Convención de los Derechos del Niño o Pacto de San José de Costa Rica-, pero que los habilitan para subirse al podio como campeones de los tan proclamados derechos humanos.
Confrontada a la injusticia, la ciudadanía reclama que, tras una vida segada, la pena perpetua debe ser “perpetua”, a lo que los operadores jurídicos, mediante interpretaciones parciales, replican que los tratados internacionales impiden esa sanción, porque imposibilitaría la “resocialización”.
Esos tratados son invocados como si la Argentina ejerciera una conducta impoluta en los compromisos internacionales contraídos. Y ello sin adentrarnos en el enigmático concepto de la “resocialización”. Indiferentes ante tal estado de cosas, esa cesión de derechos en desmedro de la soberanía jurídica continúa siendo avalada por argumentos falaces gestados desde y por los máximos operadores de los poderes públicos.
Mientras que admiten que el Derecho es una ficción jurídica, se pasa por alto que no sólo es posible denunciar los pactos contraídos. Además, los propios instrumentos jurídicos prevén su revocación bajo un principio general del Derecho y de las obligaciones y contratos, invocado en el latinismo rebus sic stantibus (“estando así las cosas”), el cual establece que un tratado es obligatorio siempre y cuando las condiciones que propiciaron su formalización no se hubiesen alterado sustantivamente.
No solo eso: el Derecho fue gestado a lo largo de los siglos. Sin embargo, debe repensarse a sí mismo. Es una ingenuidad continuar tomar a los medios como chivos expiatorios. Con la irrupción de las redes sociales, los ciudadanos ya no necesitamos de los medios. Hoy, más que nunca, la desobediencia civil está al alcance de cualquiera.
Diana Cohen Agrest es presidente de la Asociación Civil Usina de Justicia.