Morir por un Celular. Diana Cohen Agrest

El asesinato de Mariano Barbieri vuelve a la superficie el garantismo del juez Zaffaroni y las víctimas inocentes que se repiten periódicamente.

Tras el asesinato de Mariano Barbieri mi pregunté, como me lo pregunté tantas veces, como se sentirán quienes a lo largo de las últimas décadas impulsaron la política penal abolicionista. Cómo se enfrentan a su propia conciencia, a sabiendas de que su carrera judicial fue labrada a costa de miles de vidas ajenas. Hablar de Zaffaroni ya es un lugar común, porque es una figura despreciable y despreciada sobre la que se alcanzó un alto grado de consenso. Pero olvidamos a las varias generaciones de discípulos que descreen de que el castigo tenga sentido alguno, los mismos que debían recitar el manual de Zaffaroni a modo de mantra para aprobar la materia. Pero no sólo a ellos. También olvidamos -y exculpamos- a los funcionarios de la izquierda liberal de corte anglosajón, quienes reducen el sentido del castigo al mantenimiento de la seguridad pública en una suerte de  reductivismo que expresa una falta de humanidad hacia aquel que sufre y un desconocimiento del acto perpetrado.

Sin embargo, ni unos ni otros reparan en que cada asesinato arrastra, a modo de estela maldita, el dolor de familiares, colegas, amigos, vecinos. Y también de una sociedad que se ve con consternada ante la muerte ajena, cuya contracara posible es la muerte de un ser querido o hasta la propia. Las palabras postreras de Mariano, “no me quiero morir”, nos recuerdan que, en un homicidio, el ser humano vive su propia muerte en cuanto ésta es un proceso y no un hecho puntual. Ese es el fantasma que habita de por vida a quienes lo sobreviven. Pues en la mayoría de los casos, los seres queridos ignoran cómo habrán vivido sus últimos instantes, qué habrán recordado, cuánto habrán sufrido física y vivencialmente, “no me quiero morir”, “no me quiero morir”….

Tampoco la ley reconoce el deseo de vivir, pues el que está muerto, muerto está, para decirlo coloquialmente. Pero paradójicamente, el valor que la ley le concede al testamento prueba que los deseos sobre sus bienes en vida de una persona son respetados. Sin embargo, eso casi no cuenta en el juicio a un asesino, al deseo de vivir de aquel a quien su vida le fue arrancada.

El muerto, muerto está. Y la familia sobrevive como puede. Porque a diferencia de Funes, el personaje de Borges, el ser humano recurre a un saludable mecanismo de defensa que lo impulsa a atender a todo aquello que lo ayuda a sobrevivir. Por eso al otro día “la sociedad” olvida una muerte, la que será reemplazada por otra en una cadena sin fin.

No voy a mencionar todos los cómplices de escritorio que mataron con su lapicera. Porque es fácil ser generoso con la sangre ajena, cuando en un mismo gesto ascendemos en el reconocimiento académico y ganamos en la puja por el poder. Me pregunto, una vez más, como podrán mirar esos funcionarios a sus hijos, cómo lograrán justificar esa tarea de liberar a quienes mataron, amparados en la doctrina de cierta inocencia original. Como si fuera posible borrar el pasado, la historia.

Ciertamente, el buenismo no campea solamente en la Argentina. La sustitución del concepto de verdad por el de veracidad, seguido de ni siquiera requerir un relato coherente de los hechos, en maridaje con un nihilismo de valores, conduce a que cientos de jóvenes nacidos en el Estado de bienestar de las democracias europeas estén alistándose en las filas del terrorismo islamista. Tampoco la violencia puede ser explicada meramente a partir del concepto de desigualdad. La sociedad cubana es profundamente desigual, como lo es toda dictadura con una clase de jerarcas dirigentes. Y sin embargo, en Cuba no hay violencia callejera.

Tal vez, quien ve en la violencia un instrumento de salvación tiene la necesidad de creer. Necesidad de darle un sentido a la propia vida. No son las condiciones materiales la causa del delito sino la falta de sentido que anidó aquí y allá, como signo de época.

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