«…Resulta ineludible llevar a cabo una reforma integral del régimen penal de minoridad para cumplir cabalmente con los preceptos de la Convención y, al mismo tiempo, garantizar un sistema más efectivo que salvaguarde tanto a nuestros jóvenes como a la sociedad en su conjunto. Este paso no solo es un acto de responsabilidad, sino también una obligación moral.«
En 1980 se instauró en la Argentina el Régimen Penal de Minoridad, por el cual se estableció un régimen penal especial y distinto al de los mayores adultos en miras a la protección y bienestar del niño. Sin embargo, en lugar de proporcionar esta protección, los desampara y los abandona en la marginalidad. Esto ocurre porque le resulta mucho más sencillo al Estado devolverlos a sus hogares, quizás bajo el cuidado de otros delincuentes o en entornos precarios, en lugar de asumir la responsabilidad de crear instalaciones y programas para intentar reeducar a estos jóvenes y reintegrarlos en la sociedad.
La opción más cómoda es dejarlos en su situación actual, lo que lamentablemente contribuye a que continúen delinquiendo. El problema de esta situación es que existe toda una sociedad que sufre las consecuencias de los delitos cometidos por estos menores. Estamos ante una especie de ciclo en el que estos jóvenes ingresan y salen del sistema penal con facilidad y, además, son utilizados por delincuentes adultos que saben que no enfrentarán las mismas consecuencias legales.
Es imprescindible mencionar que, desde que se implementó el Régimen, la Argentina ratificó la “Convención sobre los Derechos del Niño” (1990) y promulgó un nuevo Código Civil y Comercial de la Nación (2014).
Mediante la Convención, que goza de jerarquía constitucional en nuestro país desde 1994, la Argentina se comprometió a ordenar su legislación interna a fin de respetar los lineamientos fijados por ella.
La Convención establece, entre otras cosas, que los Estados Partes velarán por que la detención o la prisión de un niño se lleve a cabo de conformidad con la ley y se utilice tan sólo como medida de último recurso y durante el período más breve que proceda. Por lo tanto, los Estados Partes pueden imputar delitos y aplicar penas a prisión a un niño según la Convención.
Así pues, no se verían vulnerados los derechos y/o interés superior del niño consagrado en la Convención si se le imputara un delito y se exigiera su punibilidad. Al contrario, al ratificar la Convención, los Estados Partes se comprometieron a asumir la obligación de reeducar al niño que hubiera infringido las leyes penales y fortalecer su respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales de terceros, con el objetivo de promover su integración en la sociedad.
Por otra parte, nuestro Código Civil y Comercial de la Nación vigente estableció una clara distinción dentro de la minoría de edad al diferenciar el niño (0 a 13 años) del “adolescente” (13 a 18 años). Por ende, resulta muy interesante explorar qué se entiende por “adolescencia”. La Organización Mundial de la Salud (OMS) la define como el período de crecimiento que se produce después de la niñez y antes de la edad adulta, entre los 10 y 19 años y que el gran objetivo al transitar la adolescencia es que puedan aprender a tomar decisiones, aprender de sus errores, hacerse cargo de sus actos, responder con libertad, funcionar con responsabilidad y crecer en autonomía, para poder llegar a ser adultos saludables. El concepto de “adolescencia” es universalmente aceptado como el final de la niñez e inicio de la edad adulta, lo que implica la capacidad de tomar decisiones y asumir responsabilidades por sus acciones.
En este contexto, la inimputabilidad o la no punibilidad de los menores de 16 años establecida en el art. 1 del Régimen Penal de Minoridad resulta manifiestamente contradictorio con nuestra legislación posterior. Los menores de edad que oscilan entre los 13 y 18 años no se los considera niños sino adolescentes, y como tales, tienen la capacidad suficiente de tomar decisiones propias y ser responsables de sus actos, es decir, asumir las consecuencias.
Adicionalmente, esta norma de inimputabilidad o no punibilidad de los menores en lugar de ampararlos, los abandona. Los convierte en herramientas delictivas de los delincuentes adultos hasta que alcanzan la mayoría de edad, si es que logran alcanzarla, para luego convertirse en criminales experimentados con larga trayectoria, quienes a su vez perpetúan esta triste realidad valiéndose de otros menores para delinquir.
En consecuencia, se pone en riesgo a quien se dice proteger y a la sociedad inocente por la demagogia y desidia, disfrazada de ideología, de la dirigencia política argentina. Una falsa ideología, garanto-abolicionista, que bajo el manto de “sostener” que el menor delincuente es una víctima de la sociedad y la marginalidad, que si se lo castiga se lo revictimiza, en realidad es un atajo que esconde la profunda desidia de enfrentar el problema, de tomar el camino arduo.
Es imperativo que la Argentina se ajuste a los lineamientos establecidos por la Convención sobre los Derechos del Niño, norma que goza de jerarquía constitucional y tiene como objetivo fundamental proteger los derechos y el bienestar de los niños. Paradójicamente, el régimen actual, el mismo de hace 40 años, contradice estos principios y relega o mantiene marginados a aquellos a quienes debería proteger.
Resulta ineludible llevar a cabo una reforma integral del régimen penal de minoridad para cumplir cabalmente con los preceptos de la Convención y, al mismo tiempo, garantizar un sistema más efectivo que salvaguarde tanto a nuestros jóvenes como a la sociedad en su conjunto. Este paso no solo es un acto de responsabilidad, sino también una obligación moral.
Abogado, miembro de la Asociación Civil Usina de Justicia
Cristóbal Maggio