“¿Cuál es el colmo de un asesino mientras está siendo condenado? Escuchar la sentencia en su casa por Zoom y escapar caminando antes de que lo pesquen”.
Parece una burda imitación del chiste del bombero. Pero no lo es. El mismo día de esa fuga tan caricaturesca como aberrante, mataron a un adolescente mientras iba al colegio para robarle su bicicleta y su mochila y a un subcomisario con un legajo intachable y padre de tres hijas. Y en ambos casos, pese a sus frondosos antecedentes, sus asesinos habían sido liberados por jueces matainocentes.
Ante una inseguridad que ya nadie osa calificar de “sensación”, los biempensantes la atribuyen a que no hay suficientes policías en las calles. Pero este es un argumento insostenible: un policía puede salvar (milagrosamente) una vida. Pero cada fiscal que no acusa, cada juez que libera, mata muchas más, porque un asesino puede matar y volver a matar. La “puerta giratoria” es una perversión ejercida y legitimada desde el mismo sistema penal.
Si se habla de una “carrera en el delito”, no es sólo porque quien delinque se va perfeccionando en su vocación sino porque también compite consigo mismo: si cometió un delito sin armas y le fue bien, la próxima lo hará con un cuchillo o una navaja. Y si le fue bien una vez más, la siguiente empuñará un arma de fuego…. En esa carrera, se pone a prueba a sí mismo y a la autoridad. Porque preso de una compulsión a la repetición, una vez liberado volverá a delinquir, a sabiendas de que aprendió el oficio y cuenta con las garantías inmorales que le brindan esos operadores judiciales, esos adalides del buenismo y del perdón.
En rigor de verdad, tal como es concebida en el ideario abolicionista, el perdón (in)moral ejercido a través del instrumento legal de la atenuación de las penas es un resabio de una época en que la muerte violenta formaba parte de un orden natural. En ese marco inexorable, a quien arrancaba una vida le esperaba la Justicia Divina.
Con el correr del tiempo, enmascarada tras ideales inobjetables como la justicia social o la inclusión, la retórica del abolicionismo invalidó el sentido de la justicia retributiva. Y con dicha invalidación, arrastró consigo la noción de castigo, concepto de raigambre religiosa que, laicizado, continúa vigente oculto tras eufemismos en la legislación civil de todo Estado y en toda práctica humana.
Pese a esta realidad irrefutable, y dado que el Derecho se autodefine como una ficción jurídica, éste se escuda en el ideal de la resocialización del reo. Fiel a este contrafáctico, sus teóricos construyen teorías restaurativas que propician la reconciliación de la víctima con el victimario, burlando así la buena fe de quienes renunciaron a hacer Justicia por mano propia bajo la promesa de la vindicta pública.
Pero puesto que no hay retorno alguno y es imposible restaurar lo que fue, volvámonos al perdón y a su núcleo esencialmente paradójico. El perdón implica la posibilidad de declarar libre de responsabilidad penal al acusado del delito, librándolo del cargo o de la obligación. Cuando perdono al asesino de mi hermano o de mi padre o de mi hijo, estoy empujando la rueda para que lo acontecido vuelva a acontecer. Perdonar una muerte es un acto imposible, es instalar un simulacro de perdón para el que no estoy autorizada, pues no se puede “tercerizar”: sólo puede perdonar quien ya no puede hacerlo. Y si atendemos a sus efectos, el acto de perdón implica consentir que el pasado se repita en otros. Y lejos de anular el mal cometido, incita a su repetición.
El gran pensador Paul Ricoeur expresa diciendo que “el perdón crea impunidad”. Con el fin de desterrarla, la Justicia debe llegar hasta el final. La gracia no debe sustituir a la Justicia. Perdonar sería ratificar la impunidad; sería una gran injusticia cometida a expensas de la ley y, más aún, de las víctimas.
Al igual que los políticos y los demagogos, los teóricos del Derecho aferrados a un pasado que ya no es, se resisten a admitir la desaparición del orden jerárquico que permitió la instauración y el ejercicio de un poder que se autovalidaba en un círculo vedado al lego sobre el que recaían las consecuencias de su discrecionalidad. Con la invención de las redes que elimina la verticalidad en el espacio público, con la posibilidad de eternizar un instante con un celular que servirá de prueba, con el ADN que subsiste más allá de la prescripción de una pena, el Derecho debe repensarse a sí mismo.
Por nuestra parte, en homenaje a las voces sobrevivientes que reclaman Justicia y a las incontables víctimas silenciadas por la violencia propiciada desde el Estado, asumamos el compromiso de la sanción social: grabemos en nuestra memoria los rostros, los nombres y los apellidos de los abogados, de los fiscales, de los jueces, de los funcionarios, de los legisladores y de la dirigencia que están construyendo este templo consagrado a la impunidad, cimentado en la corrupción intersticial, y cuyos oficiantes se sirven discrecionalmente de un uso perverso del poder. Y cuando la Justicia no actúa, debemos ejercer las sanciones sociales que expresan nuestros valores como comunidad organizada. Esta acción ciudadana podría ser el primer paso para instaurar un debate que desnude las estratagemas que legitiman la impunidad. Un debate que reexamine doctrinas que, si bien pueden ser útiles para la discusión filosófica del derecho penal, resultan ostensiblemente no operativas, de lo que da sobrada cuenta la realidad cotidiana.
Diana Cohen Agrest
Doctora en Filosofía (UBA). Premio Konex de Platino en Ética de la última década. Presidenta de la Asociación Civil Usina de Justicia.